lunes, 1 de septiembre de 2014

Prólogo a Décimas de fiebre

(Para el magnífico y más que recomendable poemario de Eduardo Moga Décimas de fiebre, editado recientemente por Los papeles de Brighton, un servidor tuvo el honor de escribir este prólogo que reproduzco a continuación).


LA ELECCIÓN DE LA FIEBRE
Si hablamos de formas clásicas en poesía, ahora que toda posible huida parece ya tramada y ejecutada, no dejaremos de invocar una vez más los dilemas del clasicismo, con su aroma a vitrina de museo, tan apetecible de romper, y los de la forma y el fondo, distinción ilusoria entre un contenido provechoso y un envoltorio agradable a los oídos. Hablar de formas clásicas también nos encara con la terrible «preceptiva», vocablo inventado por los tratadistas de métrica y prosodia, esos agrimensores tristes, bajo el que congregaban todas las normas de aseo y buen uso para la correcta confección del poema. «Forma clásica»: un sintagma tan ajado, sí, como la estatuaria de un antiguo régimen cualquiera.
Pero los poetas del 27, la última gran vanguardia de la poesía española, fueron pródigos en esas llamadas formas clásicas. Y, por paradoja, si hay un regalo que tenemos que agradecerles entre tantos, es su saludable vindicación de la libertad creadora. Algo que Gerardo Diego sintetizó en un término conocido como la gana: «(...) Hacemos décimas, hacemos sonetos, hacemos liras porque nos da la gana... La gana es sagrada (...)». Movido por una idéntica y también sagrada (a su manera) gana, Eduardo Moga nos trae ahora estas cincuenta y cinco Décimas de fiebre, para las que tengo el honor de escribir unas (siempre innecesarias) pocas líneas previas.
No es la primera vez que Moga se pasea por las bodegas (así las llamó el propio Gerardo Diego) de los versos venerables. Ya en sus Seis sextinas soeces (Valladolid, El Gato Gris, 2008) nos entregó el poeta catalán una feliz poesía castellana de hoy, con un tono paródico hábilmente sostenido mediante los solos engranajes de la sextina, sin mala conciencia ni tramando ninguna trampa fuera del juego contra ese artificioso, enrevesado poema provenzal, casi olvidado más allá de la curiosidad histórica. Mejor suerte en la historia, desde luego, ha corrido nuestra llamada «décima espinela», estrofa de arte menor inventada por Vicente Espinel, un poeta menor del siglo XVI. La estructura de esta estrofa, cuyo prestigio ha sido tantas veces equiparado al del soneto, es bien conocida y se puede hallar descrita en cualquier manual de métrica española al uso: dos redondillas (dos cuartetos octosílabos de rima abrazada) unidos por otros dos octosílabos que ejercen de bisagra, rimando con el último y el primer verso de cada cuarteta, respectivamente. La décima, así, es un juego de espejos y simetría, un discurso en miniatura con la apariencia de estar cerrado sobre sí mismo, circular como ese curvo firmamento de la décima de Guillén que hace de lema y pórtico a este poemario. Y en una rueda así no habría de jugar un papel menos importante la rima, ese artificio antiguo que nos vuelve sobre la piel acústica del lenguaje; el azar y la gracia repentina de ver a dos palabras, de pronto, saludarse tan sólo porque suenan de una forma idéntica o parecida. Son estos, en fin, los gratos andamiajes de estas décimas, que nos pueden llevar fácilmente a pensar en el poema como una cárcel. O un ataúd, como sugiere el poeta:
Tengo años cuarenta y nueve,
que es lo mismo que decir
media vida sin reír
o tengo cuarenta y nieve.
No Eduardo: me llamo llueve,
y me inquina una tormenta
meticulosa, una lenta
casi nada que me guía,
con precisión de gumía,
a un ataúd de cincuenta.

Chesterton escribió una vez que el verso libre es una contradicción en los términos. Y aunque esta frase del genial gordo británico puede tomarse como el desahogo de una estética reaccionaria (y, probablemente, ésa fuera su intención), yo la veo más bien como el enésimo aserto de que toda elección siempre individualiza y marca unos límites, necesarios siempre para que se establezca nuestro deseo, porque tomar un camino supone abandonar todos los otros. Idéntica trabazón ciñe a la poesía, empezando por la que ejerce el propio tiempo (ataúd de cincuenta), ya que la vida que éste le presta al poema también supone el principio de su aniquilamiento.
La gana de componer décimas viene a recordarnos, asimismo, que la simetría no es en modo alguno la norma del arte, sino que en éste, como en un espejo del mundo (y un lugar más del mundo), todo es excepción y todo es nuevo, excéntrico, único. Si los poetas del 27 reivindicaron a Góngora, no lo hacían sólo por llamar la atención hacia el extremado cordobés, funambulista sin red, sino también para salvar a Lope del espeso sahumerio de la normalidad, para concederle a Lope su propio precipicio. Moga también se reserva el derecho a escoger el suyo, personal e intransferible, y a través de sus décimas redondas vuelve a ser el poeta que mira en torno, convocando la dispersión de sus días en una sola jornada, con todos sus contrastes y matices, sus invectivas y sus amores:
Solo algunas, por probar,
quise escribir al principio;
pocas, sin ganga ni ripio,
para zaherir, y amar,
y ver las cosas pasar.
(...)

Componer décimas, además, para desmentir la historia de la poesía y del poeta como progresiones de una línea recta; entender esa historia mejor como un círculo, donde convergen las lecturas y los poemas de cada época en un presente sentimental; donde la décima o espinela no es una reconstrucción arqueológica, ni una emulación de bachiller, ni mucho menos una forma arquetípica y vacía, lista para ser llenada con cualquier contenido que se resigne a adaptarse a sus paredes. La décima, antes bien, es el poema que nace ya con su propia música, como un eco de otras décimas antes escuchadas; el poema que sólo puede ser esa música y no otra, fatalmente:
(...)
Pero, como quien aventa,
esas pocas, en incruenta
floración, se amontonaron,
trenzaron fuegos, volaron,
hasta este mar de cincuenta.

Componer décimas, en suma, para recordar que la poesía, como el amor, es libre.

Juan Manuel Macías
Cercedilla, 2012

Los marcianos

(...)

Llegaron al canal. Era largo y recto y fresco, y reflejaba la noche.

--Siempre quise ver un marciano --dijo Michael--. ¿Dónde están, papá? Me lo prometiste.

--Ahí están --dijo papá, sentando a Michael en el hombro y señalando las aguas del canal.

Los marcianos estaban allí, en el canal, reflejados en el agua: Timothy y Michael y Robert y papá y mamá.

Los marcianos les devolvieron una larga mirada silenciosa desde el agua ondulada...


(Ray Bradbury, Crónicas marcianas, trad. de F. Abelenda, Minotauro)