viernes, 21 de mayo de 2010

Poesía y traducción (nuevo laberinto en DVD Ediciones.com)


Como toda forma de arte, la poesía es celosa de sus márgenes. Sucede --cuando sucede-- indivisible de su propia voz, como sujeto y objeto de la memoria. Recordar un poema memorable es volverlo a producir, aunque la voz, en ocasiones, sea hipotética, quizás un falsete modulado por el paso del tiempo o los hábitos comunales. La voz (o el habla, si preferimos la mitología saussuriana) es el límite y la materia del poema. La traducción, entendida en rigor como el volcado de significados a otros moldes lingüísticos, sería por tanto ejercicio improcedente y estéril para la poesía, que tiende a la simpleza de lo elemental y, en consecuencia, es impermeable al escrutinio analítico que se requiere en un traductor. Sin embargo, esta condición no ha impedido que la poesía haya sido inagotablemente traducida de lengua en lengua desde antiguo. O, para entendernos mejor, desde que los poetas romanos se erigieran en lectores apasionados (extremos, diría Eduardo Moga) de los poetas griegos.

Pero quizás nunca se haya vendido tanta poesía traducida como en estos últimos tiempos de nuestro país, hecho que debería llevarnos a alguna reflexión. Acaso estemos ante un espejismo, el de la presunta portabilidad de la literatura y ese extraño especimen de lector moderno y cosmopolita, ávido de acceder a todas las tradiciones poéticas, demandando una producción en masa cuya mejor caricatura bien podrían ser los pobres algoritmos del traductor de Google. El lector moderno, desesperado por pulsar el botón que le desvele todos los códigos, tiende a olvidar que el traductor de poesía no es un engranaje de sapiencia gramatical a su servicio. Mejor asumir aquí el vocablo "traducción" en toda su impropiedad, pues la poesía es maestra de impropiedades lingüísticas, de contradicciones y encrucijadas. Asumirlo y aceptarlo como un juego, una mitología más, lo mismo que si nos dejamos llevar de grado, cuando apetece, por la superstición de los géneros literarios, o las fábulas de los filólogos y los diccionarios en torno a ese raro néctar llamado "fidelidad al original". Pero el poeta que traduce no es ni un traidor ni tampoco un mensajero altruista. En el fondo no sabemos quién es en su instante legendario de creación. Tal vez se parezca a un viajero maniático y obsesivo. Quien lee su trabajo no accede tanto al lugar de destino, el esperado desciframiento de la voz extranjera, sino a esa enfermedad que es el propio viaje. Y el poema, lo que queda, no es fiel a nada sino a sí mismo, un objeto más, inocentemente amoral frente a la realidad intraducible a la que, sin embargo, pertenece.

Hemos incluido en este nuevo laberinto a ocho poetas que escriben en español junto a un variado grupo de poetas traducidos por aquéllos. El propio juego del laberinto propicia la confusión de causas y efectos, y cada texto bien podría leerse en términos absolutos.

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Los poetas traductores encerrados en su laberinto (por orden alfabético):

Antonio Rivero Taravillo

Carlos Jiménez Arribas

Eduardo Moga

Ibon Zubiaur

Jeannette L. Clariond

Jordi Doce

Manuel Moya

Miguel Casado