jueves, 25 de julio de 2019

Escribir en piedra

El camino Puriceli es acaso la ruta más cómoda para practicar en Cercedilla eso que ahora llaman «senderismo», y antiguamente «andar por el monte». Si siguen su placentero itinerario encontrarán, tras un recodo que se ejecuta casi en ángulo recto, una enorme piedra de granito donde se lee, con trazos de pincel y pintura roja, en mayúsculas, esta enigmática inscripción: «caramelos Paco».

Supongo que no sería difícil rastrear la historia, pero a mí me da pereza y, además, me encuentro mucho más a gusto en el pensamiento mitológico. De esa manera, uno puede imaginarse a algún caminante ancestral que una vez hizo ese mismo camino con un bote de pintura y un pincel en la mano, para dejar en una piedra de granito su modesto, aunque contundente, homenaje a la marca de caramelos. E incluso cabe pensar en un extravagante y romántico gesto de publicidad por parte de la propia marca, que anhelaba ser conocida sólo en un camino de Cercedilla. Pero, ¿por qué en Cercedilla, por qué en ese camino y precisamente en esa piedra? Aunque uno tienda a las mitologías, ya conocen esa grata máxima de que las mejores historias son las que no se saben o no se cuentan.

Ahora bien, puede que la sensación de misterio se tambalee un poco, si yo les revelo la existencia de Caramelos Paco, que es una muy venerable, muy famosa y muy antigua tienda de, evidentemente, caramelos. Está en Madrid, por la calle Toledo. Tal vez la magia que pretendía al principio empiece a deshacerse si les digo que la tienda cuenta con una esmeradísima página web. Y, sin embargo, cada vez que me cruzo con esa piedra y esas palabras, me entra siempre el mismo asombro, y veo a los caramelos Paco con una notable pretensión de eternidad megalítica frente a su dudosa y contingente presencia en internet.

Recorro siempre con ese pensamiento encima lo que me queda de camino Puriceli, escoltado por unos pinos tan solemnes como las columnas de un templo. Enderezo hasta el sanatorio de la Fuenfría y retomo la carretera que me devuelve a la civilización. Cualquier lugar con calles y casas es la civilización, cualquier sitio donde los hombres se soporten y se llamen entre sí vecinos. Pero la carretera no me lleva esta vez a Cercedilla sino a Pompeya, sepultada por siglos y lava volcánica. No me sorprendo. Me da igual, Cercedilla o Pompeya. El caso es llegar y descansar de montes y santuarios. Paseo por burdeles y tabernas. Aparto los dioses y los monumentos y el tiempo con manos cuidadosas y acaricio las paredes. Leo las palabras que han escrito mis vecinos, que son una metáfora de mí mismo, con la mano segura que mueve el ocio o el deseo. Están escritas en latín vulgar y las traduce Enrique Montero Cartelle. Las publica Gredos. Hay de todo. Sentencias de alambicada escatología, anuncios de prostitutas, siempre escuetos pero precisos («Éutique, griega. Dos ases. De complacientes maneras»), graciosas imágenes onanistas («Cuando el pensamiento de Venus me abrase con ardor insoportable, daré que hacer a mis manos removiendo las aguas»), poesía generalmente mediocre, o confesiones como ésta, de una temeridad sobrecogedora: «Si puede haber fe entre los hombres, sábete que siempre te amé a ti sola desde el momento en que nos conocimos». Pero la inscripción que más me sorprende es la que les copio a continuación, y pienso en aquel vecino mío que descubrió que la palabra Roma era un palíndromo al mismo tiempo que se descubrió a sí mismo decididamente ultraista. Y nos lo quiso participar, quizás también por altruismo:

R O M A
O....... M
M....... O
A M O R

Mis vecinos sabían, como Homero, que las palabras tienen alas y se las lleva el viento. Y que después de la voz nada mejor que la piedra. La piedra impone sus leyes y es un remanso para el pensamiento, que gira entre todas las palabras posibles. El hombre que escribe sobre una roca de granito o en la pared de una antigua taberna no quiere que sus palabras sean borradas, sabe que no hay vuelta atrás, no se deja seducir por la luz parpadeante del cursor. Y obtiene, así, una paz que se parece mucho al silencio.

Pero hoy estamos en manos de Internet, que es una memoria universal donde nos descargamos de nuestra propia memoria. Es una ameba monstruosa y cambiante donde todo puede ser borrado o enmedado. Los antiguos, es decir, la gente anterior al senderismo y a las tecnologías de la información, sabían muy bien esto. Los griegos y los romanos podrían haber tenido ordenadores e internet si hubieran querido, no lo duden, pero eligieron la solidez de las piedras y los muros para dejar sus palabras, frente a la fragilidad del disco muy mal llamado duro. Nosotros, que ya no andamos por el monte, vivimos presos de la representación binaria, donde las palabras y las frases pueden multiplicarse hasta el cansancio sostenidas por un juego o pantomima de espejos. Pero eso es tan vulnerable. El mundo, como sabía la gente que andaba por el monte, puede terminarse un sinnúmero de veces. Un día se terminó en Pompeya. Mañana nos podemos quedar sin luz, o se pueden venir abajo los servidores como las fichas de un dominó, o alguien querrá hacer explotar las cabezas nucleares que tenía guardadas en su desván, o una civilización extraterrestre creerá oportuno aniquilarnos. Yo qué sé, ya saben que en la sierra del Guadarrama somos muy tremendistas. Pero es un alivio pensar que quedarán escritas las confesiones de madrugada, los palíndromos ultraístas y hasta los caramelos Paco, como monumento indeleble de nuestra propia fugacidad.

De Sucede en la voz de otros (apuntes mundanos de poesía).
Isla de Siltolá 2015