lunes, 6 de abril de 2009

ego

Uno cumple años y se descubre con el mismo aturdimiento de siempre. A estas alturas de la feria, me conformo con que las cosas sucedan, incluso cuando uno le sucede a sí mismo, porque sobre esto no dejo de atesorar unas cuantas preguntas de hogareña melancolía. Ensayaré un brevísimo muestrario, si no les importa, sólo por el placer de seguir preguntando. Veamos. Sigo sin saber por qué una tarde de invierno del 77 resolví que estaba enamorado perdidamente de la princesa Leia, y aún sigo pagando las consecuencias. Era un amor, como diría Ray Bradbury, anterior al cuerpo y la moral. Por otra parte, de niño, me sobrevino una febril obsesión por los trenes, los de verdad y los de juguete, pero jamás soñé con ser maquinista, como todo el mundo, sino mozo de coche-cama. Siempre he despreciado las matemáticas y toda mi adolescencia ejercí un acusado desdén hacia la poesía, aunque redactaba unos cuentos muy macabros que le preocupaban mucho a mi profesora de lengua. Jamás sospeché que estudiaría clásicas e ignoro, a ciencia cierta, cuál es mi profesión. Y a estas alturas de la feria sigo preguntándome por ese raro deber de escribir poemas, de dónde viene, cuando disfruto más hablando de tipografía y de ordenadores. Como ven, unos cuantos lugares de ese mapa tan confuso en su simpleza que solemos llamar, por convención, yo. Pero no me pondré puñetero como el gran Hume. Que las cosas sucedan (insistiré siempre) es un misterio de aquí te espero. Y que yo suceda tampoco deja de tener su gracia. Y que vosotros sucedáis es el no va más de los misterios. Pero ante un misterio, nada como llevarlo con naturalidad, como Cary Grant sus trajes o Juana de Arco sus batallas.