jueves, 30 de junio de 2016

Dicen los que saben

Se preguntaban por esas cosas inútiles que hacían los hombres para distraer el curso de su vida: los hombres escribían, soñaban, rodaban películas, entonaban canciones, dibujaban, levantaban estatuas y erigían templos para los dioses severos y sonrientes. Pero los hombres sólo acertaban a mirar: miraban el mundo en su perpetua fuga, el misterio del tiempo, el instante implacable del amor, siempre anterior a los labios, al cansancio y a los mapas del cielo. Los hombres inventaron las ciudades, trazaron los caminos y las calles, alisaron los aeropuertos. Y el aullido de su íntimo, pequeño animal lo lastraron de nostalgia, y por eso --dicen los que saben-- nacieron las palabras, con el timbre de sus sílabas para embridar el mundo, para comprenderlo. Pero las palabras también eran el mundo y, como todo lo que los hombres construían, como ellos mismos, estaban hechas de tiempo, eran arena de oro entre los dedos, como las canciones que cantaban, incluso como las estatuas inmóviles sobre las que mudaba la luz de días y de noches, la ansiedad, el dolor de la mirada transeúnte por sostener la pureza de un instante. Se preguntaban los dioses por esas cosas inútiles que hacían los hombres. Los dioses crearon el mundo en su felicidad y su presente. Pero los hombres miraban; y en su mirada, la verdadera autoría del mundo, todo su sueño y su vigilia, el brillo pasajero de un caudal de voces, la senda que se marcha hacia el final del día.