miércoles, 19 de marzo de 2014

Odisea, canto II, vv. 414-434

Mi padre era de Madrid, del barrio de Chamberí, y decidió un día hacerse marino mercante. Una paradoja familiar que siempre me ha fascinado; pero sin ella, si no se hubiese hecho a la mar, y conocido a mi madre en Coruña, yo no estaría ahora escribiendo esto. Al cabo, yo no estaría ni sería de ninguna forma. Mi padre era, además, radiotelegrafista, en esa época romántica del pasado en que cada barco llevaba un radiotelegrafista, aquellos personajes maravillosos que podían descifrar y entender el código morse (conservo de recuerdo una tecla de telégrafo que ya no manda mensajes a ninguna estación). Como las navegaciones eran largas, mi padre se hizo ávido lector de libros de filosofía, astronomía y (ay) poesía. Incluso leía en inglés, francés y alemán, lenguas que había aprendido de manera autodidacta (después del morse, imagino que ya cualquier otra cosa le sería pan comido). Anotaba en un cuaderno pasajes que iba leyendo y le llamaban la atención, desde Chesterton a Karl Marx, nada menos. Confieso que mi vocación frustrada es la de marino mercante. Para resarcirme, llevo ya desde un tiempo traduciendo la "Odisea", que era un libro al que mi padre volvía bastante, en la maravillosa traducción en prosa de Segalà i Estalella. La traduzco a ratos perdidos, y no sé si algún día lograré terminarla, es decir, llegar a Ítaca. Pero, entre tanto, el viaje es divertido. Quisiera dejar hoy aquí mi versión de un pasaje que me gusta especialmente, el final del canto II, cuando Atenea, disfrazada de Méntor, lleva a Telémaco a su primera navegación. ¿Cómo no compartir la emoción de Telémaco?

(...)
Acarrearon con todo y en la bien bancada nave
lo pusieron cual quiso el querido hijo de Odiseo.
Luego se embarcó Telémaco, marchando tras Atenea,
la cual se sentó en la popa, y él lo hizo a su lado.
Los otros soltaron las amarras
y fueron ocupando sus bancos.
Viento propicio les trajo Atenea de ojos verdes,
el bravo Céfiro, que rugía por el mar vinoso.
Instó a los suyos Telémaco a fijar los aparejos,
y obedecieron su mando.
El mástil de abeto hincaron al hueco del travesaño,
lo alzaron hasta erigirlo y lo amarraron con cables.
Desplegaron blanca vela con drizas de buen trenzado.
El viento la hinchó y las olas púrpuras clamaban alto
en torno a la quilla, al marchar la nave.
Y ésta, a través de las olas, se hizo a la singladura.
Ya fijos los aparejos del raudo y negro bajel,
alzaron crateras colmadas de vino,
y libaron para los eternos dioses inmortales,
sobre todo para la hija de Zeus, la de verdes ojos.
Y de la noche a la aurora siguió su rumbo la nave.

(Trad. Juan Manuel Macías)