sábado, 6 de junio de 2015

Las impropias traducciones

(Una primera versión de este texto salió publicado en un número de Quimera, y finalmente fue recogido en Sucede en la voz de otros)


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Para Vicente Fernández González

Pocas cosas tan ajenas al arte como el concepto de traducción, si lo entendemos en un sentido estricto, es decir, el de interpretar un código determinado en beneficio de aquellos espectadores que no pueden o no saben acceder a dicho código de manera directa. Hemos acabado aprendiendo, con algunas zozobras, que ante la obra de arte cualquier mediador supone una alarma innecesaria, pues en un paisaje así no debe haber (ni cabe) otro monstruo que nosotros mismos, los que tenemos el destino de ser de una sola vez el Minotauro, Teseo y el laberinto. Podemos, sí, sopesar los hitos que otros han dejado antes, pero la responsabilidad de la aventura es enteramente nuestra, fatalmente nuestra. Nadie debe escuchar el concierto por nosotros; nada puede ser el concierto sino el concierto mismo, y no conviene perder el tiempo con aquellos que «van mil gracias refiriendo».

 Y, sin embargo, aún seguimos aceptando con naturalidad la superstición que llamamos «traducir poesía», tal vez porque la materia prima de la poesía es la herramienta que el hombre usa para comunicar y comunicarse. La poesía aparenta esa vieja tara, que la música no conoce, ante el hombre atormentado por la lógica. El lenguaje verbal del hombre acabó generando en su inventor y usuario una ancestral pesadilla de dualidades: forma y fondo, significante y significado. Pero los primitivos poetas vivirían ajenos a estos cismas. Pensarían, saludablemente provincianos, y con razón, que el poema sólo podía existir en su propia lengua, su cuerpo, su única arcilla; en el idioma y únicamente en el idioma que limitaría en todas partes con lo bárbaro, con lo que es silencio unas veces y otras tantas ruido. En la voz. Pero hay a quien le empezó a desvelar un hecho bastante trivial: que los poemas, además de ser poemas, también decían cosas, a la manera de los locos, dejando en su parloteo un sedimento que con el tiempo acabó denominándose «cultura». Desde allí, naturalmente, no fue difícil alcanzar esa idea tan enferma de que la poesía puede y debe traducirse de idioma en idioma. Demandando la poesía traducida, exigiéndola incluso, encontramos a un personaje casi más provinciano que el poeta: el hombre culto.

Como un turista mal educado en un parque temático, así se mueve el hombre culto por Dante, Shakespeare y Homero, con todo pagado y sin correr riesgos. El hombre culto que lee un poema traducido, y que en ocasiones hasta lo cita en Facebook, por supuesto sin dar crédito alguno de su traductor, parece olvidar muchas veces que lo que está leyendo es, en el fondo, el poema del traductor y no el «original». Por hilar más fino, diríamos que está leyendo la lectura (nunca transparente) que el traductor ha hecho del poema extranjero. Incluso sería bueno volver a recordar que la traducción de poesía es una quimera, a pesar del empeño que alguna vez podamos haber puesto los que traducimos poesía en darle un estatus diferenciado a una actividad que no deja de ser —me temo— otra forma más de escribir poesía. Ni siquiera existe lo que se llama, en el paraíso de los filólogos, la «traducción literal», pues toda traducción de un poema, ya por serlo, está destinada a juzgarse, bien o mal, como poema en la lengua de llegada, antes que a erigirse en una mera pantomima de intérprete frente al poema de partida. Al filólogo, como a cualquier otro lector, le pesa demasiado el cuerpo y la garganta como para pasar desapercibido.

Y, aun así, ambiguos de nosotros, seguiremos hablando de traducción. Y tal vez se nos censure por haber acabado usando el término de una manera tan licenciosa. Eso es tan cierto como que nos sigue divirtiendo usarlo tal cual, en toda su impropiedad, sin mayor afán de ser precisos. Creo que hablar de traducir poesía negando la existencia de la traducción de poesía es a lo más sensato que podemos aspirar.

Al cabo, esa impropiedad forma parte del corazón mismo del lenguaje humano y, por extensión, también de la poesía. La palabra es incapaz de poseer, domeñar, entender aquello que nombra. La voz surge antes que el logos como un eco perplejo frente a la realidad muda, intraducible; y la palabra, mientras se sostiene en la voz, es tan real como la realidad. Tan precaria, tan igualmente intraducible. Acaso sea real porque lleva un germen de error, una variación frente al prototipo, un factor que sería la perspectiva del yo que ama y nombra. Podríamos pensar, así pues, en una nueva traducción de la Odisea, tan legítima como las precedentes: una traducción donde Ulises, por un error del traductor, nunca regresara a su casa: sería la broma definitiva para el hombre culto.

Juan Manuel Macías
(De Sucede en la voz de  otros, Isla de Siltolá, 2015)