viernes, 11 de marzo de 2011

Bajo la piel, los días, de Eduardo Moga

[Esta reseña mía de poemario de Eduardo Moga Bajo la piel los días
apareció hace unos meses en el número 3 de la revista Isla de Siltolá]


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Tras varios adelantos y una cierta diáspora por publicaciones en internet y papel, llega al fin la última entrega poética de Eduardo Moga, ya de cerrada unidad y editada espléndidamente por Calambur. Nos viene con el embozo y la disciplina ficticia de un diario, de cuyas variadas invenciones no hallaremos menos notable esa conciencia siempre a punto de disgregarse en sueño, objeto y sujeto del discurso, que baraja y desbaraja sin tregua su vendimia cotidiana. Es una conciencia que se explica en prosa. «Los poemas pueden estar en prosa pero es mejor que sean prosa», nos explica a su vez el autor de dicha conciencia, y no podemos estar más satisfechos con sus palabras. De igual forma afirmaríamos que un poema también puede ser un soneto, pero nunca estar en un soneto. Al cabo, verso y prosa no parecen tanto dos elecciones tipográficas como dos pulsos de ánimo, a veces compatibles. Dos extremos posibles con un inagotable abanico de matices entre medias: muy lejos todo, por fortuna, de la lectio divina de los escolásticos.

La prosa de estos poemas, por tanto, no es un recipiente previo que espera ser llenado con «lo poético», pero tampoco una suerte de barra libre. Sería supersticioso pensar que la prosa es el estado natural del lenguaje, su territorio indómito. ¿Nos volvemos, también, más naturales en prosa? Sabemos (y ya es mucho saber) que el lenguaje nos suele servir para comunicarnos e intentar ordenar los pensamientos en nuestros prosaicos (que no prosísticos) días. Igual que las ramas de un árbol pueden convertirse en combustible. Pero el poeta va por otro camino, ajeno al uso comunal. Hay un desconcierto súbito, un aprendizaje infantil, una demanda: «Hemos salido en busca de las palabras: de las que nos unieran, de las que nos liberaran (…) Las palabras no tenían sonido, sino que sangraban; no tenían voluntad, sino volumen.»

Esa búsqueda constante vertebra el libro trazando una poesía asimétrica y fronteriza. El arte es esencialmente capricho y la frontera se vuelve el lugar más propicio para el poema, si entendemos la poesía como una tierra de nadie en medio de la guerra santa de los géneros, en espera de que éstos acaben por matarse definitivamente. Esa neutralidad (el «término no marcado», tildarían los lingüistas), ese estar siempre a punto de convertirse en cualquier otra cosa, hacen de la poesía una perfecta maestra de supervivencias, y los treintaiún poemas del volumen lo aprovechan hasta el fin. Todo sirve para el feliz expolio, todo se acumula en más y más estratos de diversos tonos y motivos: las reflexiones poéticas, la inseguridad ante la propia escritura o la de los demás, un afán ordenador de causas y efectos, la introspección somática, la soledad, el onanismo, la certeza de los otros, su incertidumbre también... de todo sale indemne cada poema, incluso de sus calculados momentos antipoéticos, que alternan, mediante asombrosos cambios de ritmo, con otros pasajes de deslumbrante lirismo e imaginería, a menudo salpicados de aliteraciones sutiles o de un vago (¿por qué no?) cascabeleo endecasílabo.

La dicción de Moga se conduce como un arrebatado, siempre insomne escarpelo hacia y por la realidad en torno. Pero la realidad re-encontrada es de naturaleza verbal. «La realidad se compone de corpúsculos lingüísticos, que chirrían cuando los piso, o se confederan en seres, o cobran dureza de nube (…) es verbo el viento que menea las ramas del árbol, y el árbol, y el amor que se ha sentido bajo sus ramas, y la nostalgia de ese amor.» Llega un momento en que el poeta comparte, por un instante tan sólo, el desasosiego de la sintaxis, antesala del abismo morfológico y el vértigo de la etimología, que son preludio a su vez del más desabrido pavor fonético. Al buscar la partícula indivisible y original, se descubre de pronto que las palabras están hechas de metáforas, y las metáforas de otras metáforas, como si en el fondo nunca se nombrara nada y el lenguaje estuviera aquejado de una infinita impropiedad. La poesía es incapaz de descifrar esa secreta trabazón de los hechos, los pensamientos y los lugares, pues, de lo contrario, se aniquilaría a sí misma. Pero estos poemas, como si de un virus se tratase, reproducen dentro el misterio y lo alimentan. Digamos que están enfermos de realidad y, por tanto, son realidad. Viven.

El armado de un poemario siempre conlleva el construir un poeta. Sin embargo, el poeta de Bajo la piel, los días no adopta la pose de creador, sino otra mucho más cercana a los mortales: la de compilador, término este que sonaba a música celestial en los oídos de los filólogos románticos. Y no andaban del todo descaminados. El poeta que crea es un personaje de leyenda, como legendarias son sus intenciones. Pero el poema, lo que queda, siempre es obra del lector. Eduardo Moga compila y recensiona la voz de Eduardo Moga y también, a veces, la de otros, como los pasajes escritos por Sergio Gaspar en un intercambio de correos y que abarcan nada menos que un poema entero del libro y parte de otro: «Ignoro si los consideraba poemas al escribirlos, pero yo sentí que lo eran al leerlos». Tal podrán decir de este libro, sin duda, quienes lo acojan y lo hagan suyo, como un eslabón incorporado a su propia y fragmentaria sucesión de días.