jueves, 4 de noviembre de 2010

¿Helenista?


Recojo las hojas de la gramática griega de Berenguer como el que junta un azar destartalado de días. Un nuevo remiendo para un libro viejo. Tal vez, en otra vida posible, otro ejemplar intacto esté esperando su eterno turno de desguace. Pero este pulcro afán de cuadernillos y de tablas vivió conmigo y se desencuadernará, fatalmente, con mi vida. Terminé por adoptarlo o él me adoptó a mí. Un desconocido escribió con mis manos mi nombre en la primera página. También una fecha, seguramente impostada, para consignar el legendario día del comienzo. Cualquier día, de hecho, hubiera podido ser el primero. Vivió conmigo este libro, sí, y supo volverse amarillo por igual con el amor o la esperanza. Mi ignorancia terca, mi continuo miedo a la desmemoria lo fueron deteriorando, oscureciendo, contaminándolo de mí, poblándolo aquí y allá de un tráfago de huellas dactilares. Surcos del miedo a no saber, o a no saber aún lo suficiente. No dejo de acudir a esas hojas para confirmar, entre zozobras, que todo está en su sitio, perfectamente tabulado, que el verbo τίθημι se sigue conjugando igual que ayer o antes de ayer, o cuando Quevedo y Góngora se intercambiaban sus brillantísimos insultos. Inalterable en la luz del sí o en la esquina más procaz del desconsuelo. Que ningún horror sobre la oscura tierra haya rozado siquiera esa sonrisa encerrada en su redoma, por la que tantos y tantos labios han pasado para confundirse al final con el gran río de las voces. A veces me acomete un sueño horrible. Estoy en medio de una plaza colmada de gente. Estoy desnudo y todos me señalan, porque no sé conjugar, de repente, el verbo τίθημι. Y entonces algo muy delicado y vulnerable en mi identidad se desploma, como el orgullo de un boxeador derrotado. Si Borges dijo en algún lugar que el olvido es una parte de la memoria, el griego, entonces, es una parte inagotable del olvido. Y pienso ahora en la inteligencia apasionada de Michael Ventris, en sus laboriosos insomnios sólo para arrebatar en su despacho una palabra griega al silencio del mundo y la materia, a ese negro pedazo de arcilla micénica donde transitara la jornada anodina, la vida indescifrable de un escriba. Y hubo una noche en que el mundo, a coro con Ventris, recordó en justicia una palabra griega que significaba "mesa". Pudo ser aquella noche o esta noche o todas las noches posibles (¿la recordaría Ventris, también, cuando se mató en su coche?). De hemisferio en hemisferio, el mundo, giratorio confidente de sí mismo, se regala al oído una palabra griega, tocada aún con el primer rocío y esa leve alegría triste del amor que comienza. Y yo recojo las palabras griegas de mi vida como el que busca y busca los más hermosos márgenes de la noche, la hipotética forma definitiva de su edificio. Y no tengo más clara conciencia de escribir en español como cuando, a un lado y otro de este cauce de palabras a tientas, advierto el infintito acecho del griego con todos sus brazos o presagios. Y pienso, por poner un ejemplo sobre la mesa, en tus grandes ojos negros, más allá de las máscaras que ríen o que lloran sin solución de continuidad. Más allá de ese rosario de vidas a través de las que hablas y te mueves. Pienso en tus ojos como el que pasa por un largo umbral de sombra, o se imagina sombra, un Sócrates vagabundo rodeado de gatos, a punto de transfigurarse también en gato suburbano y paradójico, incordiando la luna con preguntas, asaetado de calles en cualquier ciudad donde sólo habita tu ausencia. Y pienso en esas calles como los esmerados trazos que fijara el escriba para mayor gloria del insomnio. Y en la oscura arcilla de Micenas. Y en la noche como una infatigable mesa, sus palmas abiertas, de pronto inflamadas de mirtos. Y pienso en tus ojos y en qué forma tendré si tus ojos me piensan. O si me miran realmente. O si, en el fondo, están mirando más allá de mí, escrutando, desordenando los días recorridos fotograma a fotograma. Transparentándome hacia la norma tajante del horizonte. Recojo las hojas de la gramática griega del otoño, y escapan de mis manos al cielo con un repentino pálpito de alas extendidas. Donde tu voz y los siglos van labrando, tan delicadamente, su absoluto. Donde mi casa. Mi extraña casa.