lunes, 29 de septiembre de 2008

Kalevala y sampo

Tuve un profesor de griego (gran helenista y fino traductor) que aconsejaba (h)ojear una gramática de finés a todo aquel que pudiera pensar que el griego antiguo era una lengua difícil. Él mismo guardaba esa gramática en su despacho para cuando sentía la urgencia de acogerse a tal consuelo. El griego antiguo (y no diré nada nuevo a quien lo haya tocado, siquiera levemente) es una lengua bastante difícil. He ahí su gracia. Son famosas, por ejemplo, las incontables irregularidades diseminadas por toda su flexión verbal, la cual sólo se empieza a ver con cierta lógica cuando se estudia un poco de lingüística indoeuropea. Y no digamos si a alguno le da por meterse en el laberinto de los dialectos, que es como volver a recomponer el puzzle de nuevo. Pero parece ser que el finés (que no es una lengua indoeuropea) supera al griego antiguo en diversos extremos del arte de la tortura gramatical.

Me permito decir que la mayor belleza que se extrae del finés es su riguroso desconocimiento, donde un servidor milita con entusiasmo. El finés, visto así, como una lengua hermosamente inaccesible y secreta, está poblada de delicados matices vocálicos, sílabas abiertas, consonantes nítidas como campanillas y larguísimas palabras que parecen historias de otro tiempo, que han de narrarse, o posarse, con la solemnidad debida de una tarde de silencio y nieve. El maestro Tolkien se inspiró en la música de esta lengua para trenzar uno de sus dos dialectos élficos, el quenya. E incluso llegó a reconocer la influencia que tuvo en la alquimia de su mitología las lecturas deslumbradas e infantiles que hizo del Kalevala, la artificial epopeya finesa que compuso el estudioso Elias Lönrot en el siglo XIX sobre cantares tradicionales de antigüedad muy diversa (algunos de época cristiana, otros remontados nada menos que unos 2000 años atrás).

Tal vez por la dificultad de la lengua (y porque estamos en España, no lo olvidemos) encontrar una traducción al castellano del Kalevala siempre fue empresa imposible. Allá por mi primera adolescencia me tuve que contentar con una descolorida selección en prosa en la inefable biblioteca Bergua. El traductor y editor, Juan B. Bergua, no dice en ningún lugar del prólogo (pillín) que su traducción lo es de otra traducción francesa. Así que habría que esperar unos cuantos años más para que llegara la primera (y que yo sepa única) traducción seria, la de la profesora Ursula Ojanen y Joaquín Fernández, editada en Alianza Tres, y que es espléndida y constituye un trabajo filológico notable. Muy feliz, además, la elección del tipo de verso para verter esos cantos de hechicería, casi susurrados: el eneasílabo, que de nuestros metros tradicionales es el más escurridizo e inquietante. La edición cuenta con un interesante prólogo de los traductores y, sobre todo, con un inspiradísimo anteprólogo de Agustín García Calvo, cuyo desconocimiento del finés también merece un elogio.

El Kalevala en sí está poblado de hermosas ignorancias. Por ejemplo. En un pasaje, el héroe Vainamoinen (que también es poeta: poesía y magia están indisolublemente unidas en esta obra) desea construirse un barco, pero le faltan tres palabras para acabarlo, y habrá de ir a buscarlas al reino de la Muerte. ¿Qué sucederá?... En otro pasaje, Vainamoinen y sus amigos van en busca del Sampo, objeto maravilloso que confiere un gran poder (y tal vez, incluso, la melancolía de haberlo encontrado). Pero nadie sabe qué es realmente el Sampo o para qué sirve (¿molino, rueca, talismán?), ni los traductores, ni los exegetas del poema, ni Elias Lönrot, ni, acaso, los propios héroes del Kalevala.

Esta ignorancia respecto al sampo siempre me maravilló. Todo poema es, ante todo y casi siempre sin querer, una metáfora de la propia poesía. El objeto poético llamado Kalevala no se libra de ese curioso destino. Podemos decir perfectamente la palabra “Sampo” sin saber su significado en una presunta (y aburrida) realidad secundaria, y eso supone una liberación de todo malsano conceptismo, de cuyos deplorables vicios en absoluto tuvo culpa Quevedo. De igual manera que alguien pudo encontrarse con la autoridad para escribir una vez de nenúfares sin haber visto ninguno, el sampo nos trae el don del misterio que se acepta sin preguntas de gabinete. Es la máscara que no oculta nada, o que sólo se oculta a sí misma y que mira con mismo gesto tanto desde su envés como de su revés.

La poesía es la única forma de arte donde el recuerdo es lo mismo que el objeto recordado. Así pues, la materia del sampo sería pura memoria, la memoria que reinventa. La memoria que, como el amor, es una extraña combinación de fe y de voluntad. Reinventamos el sampo cada vez que lo decimos. Y si lo decimos, lo deseamos. Simples ganas de soñar, aunque sea en finés.

jueves, 25 de septiembre de 2008

Fábula

Vendimiadores sonámbulos
arrancaban de tu almohada
racimos de estrellas negras
entre los limos del alba.
Siglos de bronce encendido
en tu espalda naufragaban,
dejando una estela trunca
de paisajes y batallas.
Pero el sol siempre tenía
un acordeón de algas,
y un cofrecillo la luna
lleno de escaleras falsas.
Eran las noches en corro
para dormir en las páginas
enfermas de mariposas
que oreaban las terrazas;
para caer en las dunas
nómadas y deslumbradas
hacia el azul de tu vientre,
bajo una cítara amarga.
Si en un país muy lejano
algún tirano ordenaba
que degollaran las nubes,
tú caminabas descalza
por un páramo de cuervos
y un río escrito con lágrimas.
Yo sé que había caminos
enroscados a tu lámpara,
caminos de tardes rojas
donde las viejas rezaban,
caminos como serpientes
que frecuentan la añoranza.
Y un deambular sin destino,
y un olor a herrumbre y grama
que traía el mundo en torno
traspasado de campanas.

Segadores sin oriente
en tu perfil se mataban
con un lamento de aire
y un murmullo de guadañas.
Tú dormías sin remedio
tu largo sueño de atlas,
diseminada, infinita,
de pura noche labrada,
desveladora de espacios
hacia los limos del alba.

lunes, 22 de septiembre de 2008

Safo y la traducción




Tal vez se deba a la enfermedad de la escolástica, propagada por los griegos en su larguísima decadencia, esa idea malsana de que la poesía no sólo se puede traducir sino que, incluso, se debe traducir. La escolástica es la penúltima puerta del cansancio, y los filólogos alejandrinos, ociosos y crepusculares, vertían todo su vigilante cansancio sobre los poemas que anotaban y catalogaban. Probablemente también estaban cansados de esos poemas y de esos poetas; se diría que también lo estaban de sí mismos.

La actitud del escolástico presupone que el poema está dotado de un contenido aprovechable. A veces, un pensamiento, una doctrina que se puede compartir o refutar; otras, la expresión de sentimientos más o menos elevados o perversos. Con tales premisas el poema (y el poeta) puede ya merecer oportunamente su condena o su absolución, según suene lo que diga al oído crítico de turno. El paso siguiente sería ya desligar a la poesía del lenguaje y establecer la drástica distinción entre forma y fondo. El continente podría ser vistoso y bello, pero ornamental al fin y al cabo. El valor intrínseco del poema estaría en el contenido. Cambiar de botella, mudar de vestido... Y todos los símiles que se les ocurran. He aquí, sin duda, el germen de esa superstición que se llama «traducir poesía».

Safo, griega como sus primeros exégetas, vivió siglos antes una época probablemente igual de miserable, pero acaso más sencilla. Así pues podríamos atrevernos a postular su escepticismo ante el hecho de que alguien intentara verter sus poesías a otra lengua. Sobre todo por la perogrullada de que su lengua materna era el griego y componía en griego para oídos griegos. ¿Provincianismo lingüístico? Tal vez, pero también una gran dosis de sentido común. Si la lesbia sospechaba (o se temía) una fama póstuma e imperecedera seguro que lo hacía pensando en que, mucho tiempo después, alguien iba a recuperar un poema suyo de la memoria y lo iba a decir tal y como ella lo había creado. Sus poemas eran objetos nítidos, palpables, evidentes como esa lira junto a la cual tantas veces se la representó en la antigüedad

No es mi intención aquí perderme en divagaciones eruditas sobre mis avatares a la hora de traducir a Safo. Me bastará con un pequeño desahogo sentimental, si me lo permite el lector. Hace ya mucho tiempo, cuando apenas sabía griego y, ni mucho menos, conocía las excentricidades del dialecto lesbio, mi primer encuentro con un poema original de Safo fue el del célebre fragmento 16 de la edición Lobel-Page, cuyos cuatro últimos versos les reproduzco a continación.

τᾶ]ς κε βολλοίμαν ἔρατόν τε βᾶμα
κἀμάρυχμα λάμπρον ἴδην προσώπω
ἤ τὰ Λύδων ἄρματα καὶ πανόπλοις
πεσδομ]άχεντας.

Esos versos ya nunca sonarán como sonaron hace veintisiete siglos pero, de alguna extraña forma, aún puede percibirse algo de su primitivo encantamiento, si los leemos a la manera escolar erasmiana, y, por tanto, artificial. Sin darme cuenta, ya me los había aprendido de memoria. Podríamos decir que esa (y no otra) es la poesía de Safo, y que quien no la haya leído, entonces jamás ha leído a Safo. Pero soy más pesimista, incluso. El paso del tiempo, las arenas del desierto, el puro azar han ido diseminando silencios y han edificado, muy lentamente, ese poema extraño que hoy los filólogos denominan «los fragmentos de Safo», algo absolutamente inesperado para la propia Safo. Se trata de un poema condenado a incompletarse eternamente, como lo demuestra el hallazgo en 2004 del papiro de Colonia. Y lo que yo entiendo por «traducirlo» no ha sido desde entonces otra cosa que intentar evocarme en mi propia lengua, tal vez compartir, la emoción de aquellos primeros versos y otros más que vinieron después. Al fin y al cabo, la traducción no es más que un género literario y, las más de las veces, un vago ejercicio de melancolía.



(Nota: Estas líneas se publicaron por marzo de este año en DVDEdiciones.com, junto a un artículo de Juan Andrés García Román sobre su traducción de la poesía póstuma de Rilke en DVD Ediciones. Ambos textos pueden encontrarlos aquí.)

domingo, 14 de septiembre de 2008

Poetas y cometas

Es alarmante comprobar la de gente que hay en el mundo que entiende de algo. De informática, de plantas y flores, de jazz, de fotografía, de sexo. Y aunque no se lleve, también hay gente que entiende de poesía, que dan tanto miedo como los expertos en sexo. Pero hay gente para todo, como decía el adagio torero, y es que uno puede entrar en cualquiera de los actos poéticos que se ejecutan en alguna capital de provincia (como Madrid) y tener la misma sensación del que se ha metido por error en una convención de fabricantes de prótesis, en el rito de una logia masónica o en una reunión de antiguos alumnos, tres momentos del universo, por ejemplo, donde a mí no me encontrarán.

Pero un poeta, o un aprendiz de poeta, ¿realmente entiende de poesía? Tendría motivos para preocuparse si dijera eso. No. El elitismo es tan pernicioso como el populismo. No hablemos de mayorías ni de minorías, todas inmensas, todas totalitarias como el mero concepto de “pueblo”. Hablemos de lectores, tomados de uno en uno. ¿Para quién es la poesía? En el fondo, para quien quiera acogerla, por más que ahora todos quieren acoger a la Play Station, y es muy natural, porque el hombre necesita de la maravilla tanto como del agua, y la Play Station ocupa hoy el lugar que en otro tiempo estaba destinado a Homero. Hay que dejar de desvelarse por si la poesía se lee mucho o poco. Eso es lo de menos. El rival natural de la poesía no es la novela, por favor, sino la play station. Todo hombre de bien, insisto, necesita asombrase. El hombre necesita estampar coches de carreras con la misma fe con que Homero estampaba a los aqueos de buenas grebas contra la melancolía que a veces se llamaba Troya. El hombre necesita sueños. La poesía a veces se los da.

Aleixandre decía que un poema es una construcción de dos personas, poeta y lector. Yo creo que ni siquiera eso. Acabemos de una vez con ese diálogo entre creador y receptor, tan ficticio. Un poema es asunto de una sola persona, sólo de quien lo lee, o de quien necesita guardárselo en su memoria. Qué importa si Safo (y perdonen por reincidir) alguna vez durmió sola y sin amante, cuando la luna y las pléyades que se ponen cíclicamente pudieron servir de canción de cuna para una niña, igual de sola, que alguna vez sería una reina, como sucede en la mejor novela, la más sincera, de C.S. Lewis. El poeta, en el fondo, no existe. El poeta es una horrible invención decimonónica de los filólogos y de Platón, ese ciudadano con mala conciencia al que le gustaba mucho la poesía y que una vez quiso echar de su república perfecta a unos pobres tipos que no tenían culpa de nada.

Lectores, todos lectores. Es lo que más feliz hace, de verdad. Lectores, incluso los que se llaman poetas. Pero Gerardo Diego lo avisó mucho mejor en una de sus Odas morales:

¿Qué es nacer, ser poeta?
Es único y concéntrico guarismo.
Es echar la cometa,
que vuele al cielo mismo,
y quedarse aquí abajo en el abismo.