martes, 13 de mayo de 2008

Kate Bush


Me preguntaba estos días de atrás por qué diablos --imperdonable pecado-- aún no había reivindicado a Kate Bush por aquí. Me temo que los más jóvenes de mis amables lectores no sabrán quién es Kate Bush, pero tal vez les suene más el nombre de Björk, una de sus más aventajadas discípulas, y esto les pondrá en antecedentes para bien o para mal. La genial islandesa no ha perdido ocasión de reconocer la enorme influencia y magisterio de la británica, así que a mí sólo me queda por añadir que Kate Bush es uno de los músicos más originales, creativos, excéntricos e imprescindibles de los últimos tiempos. Con tan sólo diecinueve años la apadrinó David Gilmour y se dio a conocer a finales de los 70 con esa revisión tan hermosa como inquietante de las Cumbres Borrascosas de Emily Brontë. Ahí estaba ella, irrepetible, con todo su histrionismo y sus cualidades mímicas (aplicados a su música, no a su vida), sus desquiciadas coreografías, sus piruetas vocales, sus afanes experimentales.

En 2005, después de más de un decenio de riguroso silencio rodeada de instrumentos y amigos, tras concebir un hijo y componer muchísimo, reaparece de nuevo, con tan sólo cincuenta añitos, esgrimiendo el álbum Aerial, que no deberían perderse bajo ninguna excusa. Una auténtica maravilla desde el principio hasta el final, toda una lección al más puro estilo Bush, con canciones tan determinantes como King of the mountain, de aires reggae, que es el más raro homenaje a Elvis que jamás se ha compuesto, o la deliciosa Sky of Honey. Qué quieren que les diga: yo no es que ame a Kate Bush. Es que, en ocasiones, me hubiera gustado ser Kate Bush, como también me hubiera gustado ser Stevenson o Juan Sebastián Bach. Seguro que hubiera sido más feliz.